Suspirando, quedé soñando
con la mirada en el cielo;
mis ojos, aunque veían,
sólo vivían del recuerdo.

Entre tanto una imagen,
dulce ángel, se formó
y, en aras de su capricho,
sólo ella se quedó.

Era toda bella rosa
en el mes de abril nacida.
Su piel morena sellaba
su gracia, en el pecho herida.

Tenía los ojos azules
de tanto mirar al cielo.
¡Quién pudiera siempre ver
su rostro escrito en ellos!

Tenía los ojos rasgados
de tanto mirar la tierra.
¡Quién pudiera consolar
para siempre, en ellos, sus penas!

Su voz era leve música
y su boca sacro templo.
¡Quién pudiera compartir
el fuego ardiente de su pecho!

Su pelo, mecido en el aire,
era cortina de seda
que, en brisas de indiferencia,
mi amor consigo se lleva.

Entonces, enamorado
de aquella hermosa ilusión
su nombre le pregunté.
María, me dijo, soy yo.


Linares, junio de 1966
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